miércoles, 4 de marzo de 2009

Vistos con calma, los resultados de las elecciones vascas parecen hacer realidad la paradoja de una victoria amplia del PNV que es a la vez una derrota de su candidato, Ibarretxe. Y también de Egibar, líder del sector independentista de ese partido, que hace un año propuso la presentación de una candidatura conjunta de todas las formaciones del tripartito (más Aralar) con la propuesta de consulta soberanista de Ibarretxe como programa. El hundimiento de esos socios del lehendakari ha dejado a éste sin mayoría y sin programa. De ahí la complejidad de la situación. Las urnas no han dictaminado con claridad el fin del PNV como partido gobernante, pero sí de la etapa de frente nacionalista con programa soberanista encabezado por Ibarretxe.


Precisamente porque el panorama es complicado conviene respetar escrupulosamente la lógica institucional. Al PNV le corresponde tomar la iniciativa y plantear, como partido más votado, su propuesta de Gobierno. En principio, pueden ser dos: monocolor en minoría o de coalición con los socialistas, que sumaría mayoría absoluta. Sólo si ambas opciones se demostraran inviables en las conversaciones previas sería el turno para Patxi López de plantear legítimamente su propia alternativa.

Por lo que ha venido diciendo, se propone presentar su candidatura y pedir apoyo a todos los grupos y gobernar luego en solitario. En la práctica significa ser investido con los votos del PP (y en su caso de UPyD) y gobernar con un equipo que incluya independientes con sensibilidades plurales. Ello plantea dos problemas principales: la contradicción entre su mensaje a favor de Gobiernos transversales y la opción en la práctica por el acuerdo entre no nacionalistas; también (y no es cuestión menor) si es razonable pretender gobernar con sólo una tercera parte de los 75 escaños de la Cámara; todo gracias al frente constitucionalista que él mismo descartó a la hora de hacerse con la dirección del PSE y presentarse a las elecciones y cuya tenaza no podría más que ir cerrándose al avanzar una legislatura harto complicada. Los votos gratis del PP para la investidura se transmutarían a los pocos meses en letra de cambio con apremiante orden de pago.

El argumento de los socialistas es que para hacer posible una superación de la ruptura radical entre nacionalistas y no nacionalistas de la última década es necesario que el PNV ponga fin a la aventura frentista-soberanista iniciada en Lizarra y continuada por Ibarretxe desde 1998; y para ello, enviar a ese partido a la oposición, lo que acarrearía la retirada de Ibarretxe (los propios nacionalistas consideran impropio que quien ha sido lehendakari pase a portavoz de la oposición).

Quedaría el problema de los escasos apoyos, por más que la desaforada reacción del PNV más bien da argumentos para intentarlo. Ya en campaña llamó a votar nacionalista para evitar que gobernasen los que querían "llevar a Madrid el centro de decisión". Y ahora advierte de los efectos "desestabilizadores" de que el lehendakari lo sea gracias al apoyo del PP, cuando ellos contaron con los de Batasuna y sucesores en dos investiduras y otras votaciones trascendentales. Pero el argumento principal es que constituye un atropello desplazar a un partido que ha obtenido una victoria tan "contundente". Y lo es sin discusión sacar ocho puntos y seis escaños al segundo, aunque pueda alegarse como reproche que el PNV gobierna mediante pactos en las diputaciones de Guipúzcoa y Álava pese a haber sido la segunda y tercera fuerza, respectivamente.

El mandato de las urnas es que hay que poner fin a la década marcada por el empecinamiento de Ibarretxe. Y que los socialistas tienen la llave del futuro Gobierno. Y que deben jugar un papel determinante en el cambio que los ciudadanos han votado en Euskadi. Todo eso está meridianamente claro. Que eso mismo pueda o deba hacerse sin el PNV está bastante menos claro.

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